Abogado Summa Cum Laude por la Universidad de Lima, con especialidad en solución de controversias y gestión pública. Candidato a Magíster en Derecho Administrativo Económico en la Universidad del Pacífico. Actualmente es asociado del Estudio Amprimo, Flury, Barboza & Rodríguez Abogados, se encarga del área de derecho público económico.
La sostenibilidad política del Perú está en crisis y corresponde un rediseño institucional que nos acerque más hacia un modelo de democracia participativa. Un camino interesante puede ser el de la instalación de asambleas ciudadanas.
La separación de poderes, checks and balances, controles endógenos y delegación mediante el voto popular son creaciones del hombre (del hombre blanco y propietario) y su desarrollo responde a las supuestas necesidades de una época determinada.
Como afirma Gargarella (2021), la desconfianza democrática contaminó ese proceso de diseño constitucional, trabajado históricamente por élites de una sociedad en donde solo unos pocos gozaban de derechos, y cuya diversidad era limitada (o al menos su reconocimiento), generando, por ejemplo, menos interés en la creación de mecanismos de control ciudadano hacia representantes.
Como se sabe, a mayor heterogeneidad de intereses, mayor será la dificultad en la representación. La sociedad de hoy en teoría “abraza” la diversidad, pero en la práctica sigue siendo gobernada con el germen de la desconfianza. ¿Cómo se sostiene la sola idea del bien común sin la confianza entre pares? ¿Cómo se gobierna para todos desde la “otredad”?
A esto, se suman otros desafíos del sistema de representación como la dilución del voto y la extorsión democrática que generan una percepción en la ciudadanía de que se les ha relegado de la cosa pública. Es entonces que se generan las condiciones para que movimientos populistas capitalicen el descontento y propongan una agenda de cambio peligrosa y extrema (Fukuyama, 2022).
Una ruta responsable pasa por desarrollar cambios estructurales basados en evidencia y creatividad; el refuerzo estructural en función de las nuevas necesidades de la sociedad; la institucionalización del diálogo ciudadano que nos convoque desde donde nos encontramos –en geografía e ideología- para oír y ser escuchados, evaluar lo viable y descartar la fantasía; apelar a nuevas instituciones que no impliquen el populista borrón y cuenta nueva.
Cualquier actor con iniciativa legislativa podría plantear un aggiornamiento a la Ley de Participación Ciudadana para que, aparte de la iniciativa legislativa, la iniciativa de reforma constitucional y el referéndum, se habilite la formación de asambleas ciudadanas de deliberación sobre asuntos públicos con el fin de que sirvan como espacios de formulación de agendas públicas concertadas. Asambleas cuya instalación tendría que ser promovida por equipos interinstitucionales (no dirigidas por la Administración pues, en una “conversación entre iguales”, el diálogo no puede ser terminado por la autoridad, sino por los mismos participantes).
La participación ciudadana no puede seguir siendo vista como mera formalidad y se instituya el diálogo como regulador de la gestión pública. Los instrumentos, aunque perfectibles, están en nuestra legislación. Trabajemos la voluntad.